“Somos incapaces de disfrutar lo que tenemos, porque solo pensamos en lo que está por llegar, en lo que nos gustaría poseer”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“Somos incapaces de disfrutar lo que tenemos, porque solo pensamos en lo que está por llegar, en lo que nos gustaría poseer”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
/ Giovanni Tazza
Patricia del Río

Se nos ha perdido el mañana. Una de las cosas más extrañas que ha traído esta pandemia es nuestra incapacidad para proyectar nuestro futuro, para planear. El tiempo por venir se nos ha vuelto más incierto que nunca, y es casi imposible saber si es una buena idea comprar ese carro para hacer taxi, porque no sabes si podrá circular normalmente; o abrir un puesto de anticuchos en la esquina, pues no vaya a ser que te claven un toque de queda a la hora de mayor clientela; o gastar en un pasaje para visitar a un familiar, ya que quién sabe si cierren las fronteras. Los chicos no saben cuándo regresarán al colegio, los adultos mayores no tienen idea de cuándo los vacunarán, los que han perdido su trabajo ignoran cuándo se les abrirán nuevas posibilidades.

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Deberíamos hacer como los aimaras, que consideran que el futuro es lo inasible, lo que no se puede determinar. Ellos valoran el presente y miran de frente el pasado porque allí están las claves de su existencia. Al futuro le dan la espalda, ¿para qué perder el tiempo elucubrando sobre espejismos?

Pero nosotros no somos así. Hemos construido nuestras vidas pensando en el día siguiente. La tecnología y los avances en general de la ciencia nos han vuelto fanáticos del futuro: las personas hacen colas para comprar nuevas versiones de teléfonos que son prácticamente iguales que la anterior; compran pasajes para que, algún día, puedan hacer turismo en la Luna; andan pendientes sobre cuál será la nueva red social que se ponga de moda o el nuevo ‘gadget’ que revolucione el mercado. Somos incapaces de disfrutar lo que tenemos, porque solo pensamos en lo que está por llegar, en lo que nos gustaría poseer. Y cuando esa vida que parecía una eterna carrera sin rumbo fijo se detiene de golpe, nos invade la angustia, no sabemos qué hacer con ella, nos sentimos enclaustrados. Por más que algunos intenten burlar las normas, lo único que logran, además de poner en riesgo a sus congéneres, es tener por un instante la ilusión de que son capaces de escoger algo, de decidir algo.

Se nos ha perdido el mañana y ya deberíamos darnos cuenta de que no es tiempo para postergaciones. ¿Quieres llamar a tu tía y te da un poco de flojera y la dejas para otro día? Hazlo hoy; nadie te asegura que mañana esté para contestarte el teléfono. ¿Siempre quisiste aprender a bailar tango y te morías de vergüenza? Prende el Zoom y busca una clase virtual, tal vez en el futuro se prohíban para siempre los bailes en pareja. ¿Piensas que todo este tiempo fuiste muy rudo y estricto con tus hijos y les hiciste la vida imposible? Afloja, sé más cariñoso, diles que los quieres; sí ya sabemos que no eres así, pero nadie tiene que ser de cierta manera para siempre. Sobre todo cuando el ‘siempre’ tampoco existe.

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Llegó el momento de cantar a gritos en la ducha aunque seas la más desafinada del barrio, de adoptar a ese perro que tanto quisiste tener y no te atrevías, de acercarte a tu religión si crees que eso salvará tus angustias, de aprender a nadar aunque otros se burlen, a surfear aunque no tengas el cuerpo perfecto. Es tiempo de comer en la cama todos juntos viendo una comedia, de ir por un helado como si se tratase del mejor plan del mundo, de amistarte con ese cuñado con el que sabe Dios por qué te peleaste.

No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy, es una frase que siempre odié porque, como muchos de ustedes, el ‘deadline’ y el último minuto siempre fueron una fuente eficaz de adrenalina para hacer cosas. Ahora, sin embargo, la frase ya no tiene sentido para nadie, porque se nos ha extraviado el día siguiente.

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