Enrique Planas

Es una de esas noticias que pasan desapercibidas, que tomas en cuenta al encontrarla por segunda o tercera vez: el actor británico murió el martes pasado, a los 90 años, en un hospital de Nueva York. Una desaparición eclipsada por la de su paisano Michael Gambon, actor con mayor predicamento e instalado en el imaginario millennial como Albus Dumbledore, el carismático director del colegio Hogwarts. Si bien McCallum también se colocó bajo los reflectores hasta una edad provecta (había interpretado al agente forense Ducky en la serie “NCIS” por 20 temporadas), lo cierto es que todo el jamón de su carrera se rebanó en el pasado.

Tras formarse en la prestigiosa Royal Academy de arte dramático, McCallum apareció en la fundamental “El gran escape” (1963), película bélica que reclutó figuras como Steve McQueen, James Garner, Charles Bronson o Donald Pleasence. Y, al año siguiente, se convirtió en ícono pop a costa del éxito de James Bond, al interpretar al enigmático espía ruso Illya Kuryakin en “El agente de C.I.P.O.L.”, con Robert Vaughn como Napoleón Solo, su compañero estadounidense.

Pero todo eso lo supe mucho después. En 1980, en mi infancia de tres canales de televisión, McCallum era “El hombre invisible”, que emitía Panamericana los martes a las 6 p.m. La veía solo, aunque dos horas después toda la familia se instalaba en el sillón frente a la pantalla cuando la noche se animaba con “Los Ángeles de Charlie”.

Inspirada libremente en la novela homónima de H. G. Wells, la serie de la NBC presentaba al Dr. Daniel Westin que, investigando la desintegración molecular, descubre la invisibilidad como un efecto secundario. Mientras buscaba aplicaciones médicas para su descubrimiento, sus superiores en el laboratorio deseaban emplear sus hallazgos con fines militares. Desesperado, el científico experimenta en sí mismo antes de destruir su máquina. Siendo la invisibilidad irreversible, luego de vagar por la ciudad como un paria, Westin acude a su amigo, el doctor Nick Maggio, célebre cirujano plástico que le asiste fabricándole una máscara y un par de guantes a partir de su patentado Dermaplex, material tan consistente como la piel humana. Aquello era lo que más atraía y perturbaba de la serie: para el hombre invisible, la máscara era su propio rostro, el disfraz que lo ocultaba y mostraba a la vez.

Sus aventuras, vinculadas al espionaje, serían también mascaradas, misiones imposibles, juegos de escondite en las que subyacían el misterio, lo prohibido, lo inalcanzable. En cada episodio, McCallum nos mostraba que disfrazarnos de nosotros mismos suele ser el mayor disimulo, que ni ocultándonos podemos pasar desapercibidos en el espectro visible: esa eran las lecciones de aquella vieja serie, recordada ahora que su protagonista ha desaparecido.

Enrique Planas es escritor y periodista