Enrique Planas

Es una escultura en piedra, cuyo fluir constante cae, gota a gota, sobre un espejo de agua. A su alrededor, dispuestas a manera de un laberinto circular, 26 mil piedras representan a cada una de las víctimas de la violencia, según consta en el registro de la Comisión Nacional de la Verdad y Reconciliación. Es la Madre Tierra que llora por lo que sus hijos se hacen unos a otros. La escultora Lika Mutal, creadora de “El ojo que llora”, creía en la energía de la piedra, en el poder del símbolo, en la resonancia del mito.

Hace 20 años, poco antes de instalar su obra en el Campo de Marte, Lika me contó un sueño. Era de noche y sonó el timbre de su puerta. Alguien llegó para avisarle que debía tener cuidado, que una invasión se acercaba. Pero ya era tarde: en ese momento, su tranquila residencia barranquina estaba repleta de gente joven, todos vestidos de negro. La suya era una casa tomada y, sin embargo, no recordaba nada más pacífico. De pronto, aquellas presencias desaparecieron, pero la escultora pudo verlas a la distancia, ascendiendo un cerro. Corrió tras ellos y, tras una agotadora escalada, los encontró haciendo cola delante de un puente levantado sobre un abismo de oscuridad. Un pequeño grupo lleva en sus manos un objeto redondo, en cuyo centro estaban grabadas sus iniciales. Parecían satisfechos. Uno de los jóvenes se dirigió hacia ella. “¿Tú vienes también?”, le pregunta. “Todavía”, Lika respondió, antes de despertar.

Siempre recuerdo ese sueño confiado por la artista. Tal vez porque aquella historia surreal era el transparente símbolo de su identificación con las víctimas de una guerra. Lika Mutal cruzó el puente hace siete años y, para muchos, su obra sigue resultando incómoda. Ese ojo, en realidad una piedra ovoide recogida en la bahía de Paracas, los interpela. O tal vez los marea el laberinto que la artista diseñó como un camino espiritual para la reflexión del visitante.

“Olvidamos que las causas de la violencia, la intolerancia, la corrupción empiezan siempre en el ámbito personal. Mi esperanza es que esta obra provoque la toma de conciencia de toda la población”, me comentó la artista en una entrevista fechada en agosto del 2005, días antes de su inauguración. Recuerdo clarísimo sus palabras, ahora y cada vez que surge una iniciativa desde el poder político para destruir el monumento. Estas intentonas dejan en claro por qué necesitamos su escultura: si hay un pueblo que necesita recordar, es aquel que se mostró mayoritariamente insensible frente al dolor sufrido en los poblados más remotos del país, en los tiempos de violencia más álgida. En cada intento por desmantelarlo, la esperanza de Lika se refuerza: en algún momento el agua, gota a gota, logrará horadar la piedra.

Enrique Planas es Redactor de Luces y TV+