Juan Paredes Castro

Hay países cuyas ciudades capitales son para ellos como el aire que respiran. Así sufran de aglomeración o de polución, como México, no pueden vivir sin ellas.

Argentina no puede vivir sin Buenos Aires, Francia no podría vivir sin París, ni qué decir de Estados Unidos sin Washington, o de Corea del Sur sin Seúl, o de Bélgica sin Bruselas, o de Grecia sin Atenas, o de Inglaterra sin Londres, o de España sin Madrid, o de Uruguay sin Montevideo, o de Rusia sin Moscú, o de República Checa sin Praga, o de Portugal sin Lisboa, o de Italia sin Roma; para referirnos, a grandes y arbitrarios saltos, a capitales fuertemente identificadas con sus países y su historia.

El Perú es un caso extraño. No es novedad que no le importe , como no es novedad que a Lima no le importe el Perú. Hay entre sí un mutuo rechazo. ¿Cómo superar una relación así, históricamente dañada? Es algo con lo que tendrá que lidiar inteligente y sabiamente el nuevo alcalde metropolitano, .

Si alguna vez no podía pensarse el Perú sin Lima, ni Lima sin el Perú, aunque fuese en términos de conflicto, desde entonces la otrora capital virreinal, la otrora ciudad del desborde popular de los años 60 y 70 y la otrora ilusionante promesa de orden urbano de sus mejores alcaldías, ha devenido de pronto en inexistente, en sencillamente un fantasma. La Lima de la que hablaba el poeta y escritor Abraham Valdelomar ya no es más la que era: “El Perú es Lima; Lima es el Jirón de la Unión; el Jirón de la Unión es el Palais Concert; y el Palais Concert soy yo”.

Lima vive ahora bajo el desborde cotidiano de sus 10 millones o más de habitantes que reclaman agua, desagüe, gestión de residuos sólidos, aire limpio, transporte, vivienda y espacios públicos; crece bajo el mayor desorden urbano y la mayor inseguridad que haya conocido jamás. Y, por momentos, agoniza, como un cuerpo enfermo al que le han quitado sus mejores recursos de subsistencia y desarrollo. A falta de vías de circunvalación, un mar apretado y contaminante de camiones y buses atraviesa lentamente, minuto a minuto, día y noche, de sur a norte y de norte a sur, de este a oeste y de oeste a este, una enclaustrada metrópoli de estrechas avenidas, en una combinación de caos y resistencia extrema.

Esta es Lima, la capital del Perú, que López Aliaga no tiene que pretender cambiar, sino empezar a cambiar, con visión de mediano y largo plazo, dotándola de lo que más le falta: autoridad política metropolitana y regional. Tendrá que revitalizar su eje central de poder, que es el gobierno metropolitano a su vez provincial y regional por sobre 43 distritos, donde cada alcalde, de Ancón a Pucusana y de Pueblo Libre a San Juan de Lurigancho, se siente un reyezuelo inmune e impune, sin mandato imperativo de nadie.

Hasta donde he podido escucharlo y conocer sus planes, López Aliaga es sin duda consciente de que las urnas han delegado en él, por sus condiciones y experiencia, un expreso y categórico poder político metropolitano y regional, no para lucirlo como trofeo electoral, sino para ejercerlo plenamente, contra vientos y mareas presidenciales y presupuestales.

López Aliaga tiene que comenzar por encarnar autoridad y un alto sentido de gobierno municipal metropolitano y regional. Debe infundir la más grande confianza pública en la recuperación de Lima como capital del Perú, al punto de que todos la merezcamos en su modernidad y en su historia. Asimismo, tiene que priorizar devolvernos la seguridad en nuestras calles, en nuestras casas, en nuestras propias vidas hoy expuestas al crimen de cada hora.

Tres enormes gestiones tendrán que conciliarse definitivamente: dotar de habitabilidad decente y funcional a las poblaciones marginales de Lima, incluidas las de pobreza crítica; impulsar a toda marcha la recuperación del centro histórico, apoyado en dos instituciones claves, Prolima y el Patronato del Rímac, que han probado no depender de las dádivas presupuestales del Gobierno Central; y desarrollar las mejores condiciones de seguridad e infraestructura, dándole sentido de futuro al metro de Lima en sus fases 1 y 2, ampliando el Metropolitano y articulando a ellos los demás proyectos viales de transporte masivo.

Todo ello pasa, primordialmente, por hacer que el centro de gravedad de Lima, el gobierno municipal, tenga poder político real y efectivo, además de una gestión gerencial y financiera innovadora al más alto nivel.

Ese es el enorme desafío de López Aliaga en una Lima Metropolitana siempre ingrata con sus mejores alcaldes, pero por la que él apuesta decididamente, a contracorriente de las camarillas políticas de dentro y de fuera del resto de poderes que la rodean.

Juan Paredes Castro es periodista y escritor