Enrique Planas

Mi padre llevaba cada fin de semana su Volkswagen celeste al grifo de la esquina. A fines de los años 70, el olor de la gasolina te embriagaba y en ese sueño tóxico, desde la ventana del copiloto, yo observaba los autos usados, casi nuevos, a la venta en una plataforma cercana a los surtidores. Vi pasar por allí un Dodge Challenger perlado, potente buque producido en la hoy inhabitada Detroit. También un Dodge Coronet naranja de relucientes faros frontales, un Pontiac Firebird con un imponente pájaro pintado en el techo y un Cadillac El Dorado, símbolo de poder y estilo setentero. Pero esa mañana de sábado, habían estacionado en la rampa de ventas un Ford Torino rojo, con una franja blanca que cruzaba el techo y se extendía como un rayo sobre sus flancos. En mi sueño producido por el hidrocarburo, era yo quien se sentaba frente al volante y no Paul Michael Glaser, con el ahora desaparecido David Soul como mi copiloto. Instalarse en un episodio de “Starsky & Hutch” era como habitar un parque temático sin salida.

En la televisión de solo tres canales de entonces, un tercio de la ciudad podía soñar con lo mismo. Por entonces, cada noche de miércoles, la televisión familiar obraba el milagro: “Starsky & Hutch” conseguía que Lima y la ficticia Bay City se sobrepusieran. Bay City era una ciudad de los subterráneos decorados con grafiti, basura en las calles y rufianes con abrigos de piel. Coincidían ambas urbes en sus proxenetas, sicarios y soplones, y el bar de Huggy Bear bien podría estar a la vuelta de la esquina. Resultaban familiares esas sombrías fachadas, las ruinosas estructuras, los deslucidos interiores, el abandono de los edificios cercanos a sucumbir. Y aquel Gran Torino rojo cruzaba el paisaje urbano en atropellada persecución policial. Ken ‘Hutch’ Hutchinson y Dave Starsky eran auténticos íconos de su tiempo, el primero reflexivo, sofisticado e intelectual, el segundo, más impulsivo y rústico. Faltaría algún tiempo para que llegara Reagan y el neorrealismo de los policiales televisivos cediera su lugar a la glamorosa y narcótica violencia de “Miami Vice”. En “Starsky & Hutch”, la violencia sexual, el crimen callejero y las peleas entre vecinos pobres eran lo común. A la manera del Harry Callahan de Eastwood, los héroes setenteros ya empezaban a formularse preguntas éticas, las víctimas mostraban más hondura emocional, los malos seguían siendo muy malos y el Capitán Dobey gritaba exigiendo que cumplan con el papeleo.

Drogado por el olor a gasolina, yo seguía observando el Gran Torino desde mi asiento. “¿Papá, podrías pedirle al señor que me guarden el auto para cuando sea grande?”, pregunto. A él le hizo gracia mi propósito y se lo confió al grifero cuando el motor del viejo Volkswagen ya empezaba a trepidar. Los mayores siempre sonríen ante la ingenuidad de los niños.

Enrique Planas es Redactor de Luces y TV+