Editorial El Comercio

En democracia, el equilibrio de funciones entre el Legislativo y el Ejecutivo es un acto delicado. En el campo económico, este balance tiene diversas expresiones, como la participación de ambos poderes en la aprobación del presupuesto público, la prohibición de la iniciativa de gasto del o la facultad exclusiva de los legisladores de autorizar cambios tributarios relevantes. En el fondo, la idea central es que mientras que el Ministerio de Economía y Finanzas () maneja la parte técnica, el Congreso encarna los intereses económicos diversos de la ciudadanía. El fruto de su trabajo conjunto debería ser una política económica responsable e inclusiva.

En los últimos años, este balance ha empezado a fallar. De acuerdo con el informe del Instituto Peruano de Economía (IPE) publicado ayer en este Diario, el Congreso ha ido ganando una fuerza desproporcionada. Mientras que entre el 2001 y el 2019 apenas 7% de las leyes eran aprobadas por insistencia –es decir, sin el visto bueno del Ejecutivo y a pesar de sus observaciones–, desde la pandemia este número ha subido al 24%. El sello de aprobación de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM) o del MEF no garantiza idoneidad –ejemplos de malas leyes promovidas por el Ejecutivo abundan–, pero por lo general estas instituciones ofrecen una visión más técnica y ponderada que la del hemiciclo. El mismo informe resalta que, en los últimos cuatro años, el Congreso aprobó 101 normas con un costo de S/86.000 millones –equivalente a más del 8% del PBI o casi tres veces el presupuesto público para salud de este año–. De estos, más de la mitad son de leyes por insistencia, de acuerdo con la Dirección de Estudios Macrofiscales del Consejo Fiscal.

Como decíamos en estas páginas recientemente, la aprobación de leyes desde el Parlamento sin sustento técnico adecuado ha devenido en una constante, con un MEF complaciente o, cuando menos, indiferente. Es en ese contexto, por ejemplo, que se debe entender la rebaja de la calificación de deuda por parte de la agencia S&P de la semana pasada, y es en ese contexto que deben interpretarse las enmendadas de plana que viene soportando el MEF en casos como los retiros de las AFP, el endeudamiento de la Municipalidad de Lima o la permanencia del presidente del Consejo Fiscal, Carlos Oliva. Ninguna controversia la gana ya el ministerio que fuera el más poderoso del Ejecutivo; el juego político y la debilidad general del gobierno de la presidenta Dina Boluarte engulleron su protagonismo.

A fin de cuentas, no obstante, es el Congreso el que debe responder por sus excesos y populismo. Si el MEF tiene o no fuerza suficiente no exime a los parlamentarios de responsabilidad por las normas que aprueban. A pesar de no contar con iniciativa de gasto, sus leyes pueden tener un efecto importante sobre el Tesoro Público. Lejos de la reflexión, sin embargo, la carga populista continúa para la discusión de las siguientes semanas con proyectos de ley como la reducción del IGV a las peluquerías y salones de belleza (en similar espíritu, en el 2022 el Congreso aprobó la reducción del mismo tributo para restaurantes y hoteles, también, por supuesto, con la oposición del MEF).

El ritmo de deterioro de la institucionalidad fiscal no es sostenible. Pilares de responsabilidad que tomaron décadas construir se ven sobrepasados semana a semana. No se puede esperar al 2026 para tener un golpe de timón en este campo o el país que quedará para entonces será uno que en poco se parecerá fiscalmente al que se tuvo apenas siete años antes.

Editorial de El Comercio