Enrique Planas

Hace unos días cumplí años. Y entre los mensajes de amigos, conocidos y extraños con buenas intenciones, encuentro el saludo de mi padrastro, fallecido hace pocos meses. “Facebook cree que puede gustarle esto”, apunta al inicio de ese recado del más allá, escrito siete años antes, que me devuelve su frescura y su buen humor, pero que resulta incómodo para quien aún no ha terminado de resignarse por su real ausencia.

¿Cómo se entera el ciberespacio que estás muerto? Uno pensaría que el repentino retraimiento del difunto puede sugerirle a la inteligencia artificial que el usuario ha dejado este plano y, por ello, lo relegará al fondo virtual de nuestros contactos. Sin embargo, eso no ocurre. La relación entre la tecnología y la muerte siempre ha sido incómoda, especialmente en este tiempo de tupidas y profusos perfiles. ¿Cómo se lleva la desconexión virtual de este mundo? ¿Hay algún rito electrónico previo al último descanso? ¿Existe una función que dé un pésame a manera de ‘like’ antes de proceder a la eliminación de la cuenta inerte?

Me cuentan que, en lo que a Meta (el viejo Facebook) se refiere, las cuentas se mantienen activas hasta el momento en que alguien informa a la red social del fallecimiento. Hay que rellenar un formulario donde se indique el nombre del ausente y se adjunte su certificado de defunción. Deben decidir si desean transformar la cuenta del occiso en conmemorativa o proceden con su eliminación definitiva. Si el mismo usuario ha sido previsor, tiene la opción de advertir a la red social su intención de borrar su cuenta tras su muerte, negándose a cualquier lápida digital imaginada por su familia.

Otras plataformas permiten a los usuarios dejar un legado digital a ser enviado tras el deceso. Grabar un video, dejar a tus sobrevivientes un mensaje programado, compartir documentos personales almacenados. Incluso asignar a los herederos que recibirán el código de acceso a la información de quien ya no existe. Ofrecen un gigabyte para resumir nuestra vida convertida en datos almacenados, aunque con posibilidad de expandirlos con una mínima cuota mensual. Ese es el espacio suficiente para convertirnos en fantasmas digitales que arrastran cadenas en el ciberespacio.

Ni siquiera la muerte puede desconectarse. No hablamos de aquella que aprieta la garganta o que apaga los faroles, como apuntaba el poeta Vicente Huidobro. Hablamos de ese limbo digital que te mantiene presente, a la espera de mensajes que no podrás responder. Como jugando, a varios amigos muertos les he escrito a sus correos electrónicos o cuentas de WhatsApp para decirles cuánto los extraño o si me podrían devolver el dinero que alguna vez les presté. Y, al igual que muchos vivos, no contestan. Y es mejor así: los imagino como aquellos viejos compañeros que radican en el extranjero sin dar mayores señales.



*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Enrique Planas es Redactor de Luces y TV+