Renato Cisneros

Víctima colateral de un ‘reportaje’ que ventiló la infidelidad de su pareja, Luis Guadalupe ha capeado el mal momento con una mezcla de soltura, elegancia y sobriedad que ya quisiera haber tenido en los muchos años en que se dedicó a jugar fútbol profesional. En lugar de reaccionar con despecho o resentimiento, el carismático ‘influencer’ (anfitrión del muy visto show digital «La fe de Cuto») salió a responder hablando de gratitud, de humildad, de perdón. «¿Quién soy yo para juzgar a los demás?», se preguntó delante de un pelotón de reporteros que salivaba exigiéndole una declaración más provocadora, un titular más vendedor, y no ese discurso pacifista tan poco conveniente a los morbosos intereses de la prensa del corazón.

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Recuerdo que, allá por el 2000, a los practicantes de la redacción de Deportes se les encargaba la tarea de ver «Magaly TV» en Canal 9. Muchos reaccionaban con cara larga. Parecían decir: «no he estudiado cinco años de carrera para esto». Su fastidio era comprensible, sin embargo, era lo que tocaba: los seguimientos con cámara escondida a futbolistas de Primera División se habían puesto de moda y solían tener repercusiones noticiosas (sanciones, multas, etcétera). Por aquella época, ‘Chiquito’ Flores y Waldir Sáenz, ya sea por excesos alcohólicos o ‘affaires’ al filo del reglamento, eran algunos de los objetivos recurrentes de la ‘Urraca’, que usaba la pantalla para diferenciar didácticamente ‘jugadores’ de ‘jugadorazos’ y, de paso, ‘vedettes’ de ‘bataclanas’. A Magaly le bastaba con propalar esas imágenes conseguidas clandestinamente para truncar carreras profesionales o disolver relaciones amorosas. Aparecer en uno de sus videos podía resultar más catastrófico que aparecer en los de Montesinos.

Muchos de aquellos primeros destapes eran rabiosamente celebrados por una audiencia que –educada sentimentalmente con telenovelas maniqueístas– confundía esas descaradas intromisiones en la vida privada con supuestos actos de justicia mediante los cuales se sancionaba a los tramposos y se restituía en algo la golpeada moral de los engañados. Al comportamiento condescendiente de los televidentes, se sumaba la complicidad de los anunciantes publicitarios y el cinismo de los dueños del canal, expertos en hacerse de la vista gorda en asuntos relativos a la ética cuando el ráting reportaba números de dos cifras. Viendo lo rentable del fenómeno, otros canales empezaron a incluir ampayes recalentados en sus noticieros centrales. Pronto inaugurarían sus propios bloques de espectáculos, la mayoría remedos del espacio de Medina.

Las prácticas televisivas persecutorias de Magaly se normalizaron a tal punto que ella llegó a sentirse todopoderosa e inimputable. Quizás lo fue. De ahí que no le importara violar los mínimos códigos del rigor periodístico en algunas de sus indagaciones. Tras su experiencia carcelaria luego de perder un juicio por difamación, juró haberse rehabilitado e intentó reinventarse lejos del negocio chismográfico. La metamorfosis, no obstante, duró poco y más temprano que tarde la pelirroja retornó al ámbito resbaloso del rumor no confirmado, la versión de parte y el hostigamiento rapaz.

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En todos estos años, nadie había reaccionado a las ‘exclusivas’ de Medina como Guadalupe. Es cierto que el exjugador ha echado mano de una previsible retórica de autoayuda con la que ha intentado no victimizarse («mi corazón está tranquilo»), pero su mérito reside en haber construido una narrativa donde la arrogancia y el mal –que encarnaría la veterana periodista– no prosperarán ante las fuerzas de un Dios (el Bravo, como él lo llama) que todo lo oye, todo lo ve, todo lo sabe. Algún espectador suspicaz dirá que ese discurso religioso es meramente estratégico, pero la forma en que ha sido expuesto ha resultado por demás convincente. Lo decía Tagore: «la fe engaña a los hombres, pero da brillo a la mirada».

«¡Cuto, Cuto, habla, ¿vas a perdonarla?!», lo interrogó al vuelo la otra tarde una reportera, deseosa de una frase lapidaria con la cual abrir el noticiero de la noche. El exjugador, a años luz del Cuto veinteañero que gritaba insultando a árbitros y rivales, la miró con la mansedumbre de Job y le contestó con la sabiduría de Gandhi: «¿y qué hago?, ¿la odio?, ¿la crucifico? Es la madre de mi hijo. Todos somos seres humanos, todos podemos equivocarnos».

Autocrítica, firmeza, empatía y sinceridad. Cuando la presidenta Boluarte considere renovar su magro ‘staff’ de consejeros, ya sabe qué teléfono marcar. //

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