Jaime Bedoya

Nunca es tarde para celebrar una dedicación constante y sustanciosa a la cultura como los 70 años del suplemento El Dominical de El Comercio. Esta perseverancia es doblemente meritoria en un país donde la cultura es lo menos importante de lo menos importante, la última rueda del coche, el cenicero de moto que a nadie le importa.

O, cuando importa, es a manera de adorno o lucimiento personal. Hoguera de vanidades en primera persona donde se rascan espaldas en círculo esperando el turno de rascar y ser rascado. Esa autocomplacencia culturosa que habita una burbuja inmune es el caldo de cultivo del imperio de la ignorancia y del algoritmo políticamente correcto, coordinadas que acaban generando decisiones electorales lamentables. Como la que vivimos ahora desde la elección del señor Castillo.

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Del otro extremo, lo cultural – la educación- ha sido instrumentalizada desde la colonia como instrumento de privilegio y dominación. Así es como nace la escuela de pintura cusqueña. Que los indios pinten, pero que no aprendan a leer y a escribir. Eso podría ser peligroso.

Lo culturoso, reducido así mecanismo de ascenso personal u ornamento glamoroso del privilegio acaba siendo – por inútil- el blanco perfecto para el contador de un solo hemisferio cerebral. Necesita llegar a fin de mes en azul, y para eso cree que sirve la que considera adiposidad culturosa. No alcanza a distinguir que lo que está mermando no es accesorio sino indispensable para construir una sociedad civilizada. No es dinero lo que están recortando. Están recortando futuro.

Vivimos ahogados en una atmósfera de fake news y presunciones a medias, pero paradójicamente una anécdota falsa (o por lo menos no confirmada históricamente) ayuda a sustentar la crucial importancia de defender la importancia de un intangible que no lo es tanto.

Supuestamente, durante los apremios de la segunda guerra mundial, una autoridad militar le increpó al primer ministro Winston Churchill que resultaba urgente recortar todo presupuesto destinado a la cultura – museos, bibliotecas, galerías- para destinar esos fondos a las urgencias de la guerra: fabricar balas, armas, tanques.

Luego de un pausado sorbo de whisky, Churchill le respondió que de ninguna manera se haría eso.

- ¿No se da cuenta usted que esas balas, armas y tanques son justamente para defender nuestros museos, bibliotecas y galerías?

Si no construimos lo que somos, o lo que deberíamos ser, ninguna suma o resta compensará este vacío. Ahora mismo convivimos con él. Niña con clavos en la cabeza tras resistirse a una violación. Congresista con cientos de miles de soles bajo el colchón. Vacío de liderazgo ocupado por una narrativa falaz que discurre ante la desidia de generaciones que nacieron frente a una pantalla encendida.

Hace más de 170 años, Víctor Hugo daba un discurso ante la asamblea francesa diciendo – ahora si de manera confirmada- lo que se le atribuye a Churchill:

- Nos ocupamos del alumbrado de las ciudades, que encendemos todas las noches, y hacemos muy bien, farolas en los cruces, en las plazas públicas; ¿Cuándo, pues, entenderemos que puede anochecer también en el mundo moral, y que hay que encender antorchas para las mentes… ¿Cuál es el gran peligro de la situación actual? La ignorancia. La ignorancia aún más que la miseria.

Habría que multiplicar las escuelas, las cátedras, las bibliotecas, los museos, los teatros, las librerías. Habría que multiplicar las casas de estudios de los niños, las salas de lectura para los hombres, todos los establecimientos, todos los refugios donde se medita, donde se instruye, donde uno se recoge, donde uno aprende alguna cosa, donde uno se hace mejor, en una palabra, habría que hacer que penetre por todos lados una luz en el espíritu del pueblo, pues son las tinieblas lo que lo pierden.

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Un influencer, que viene a ser un parásito del mínimo común denominador, confiesa una violación en las redes como quien cuenta una anécdota. Y no pasa nada. Hay cientos de miles de futuros ciudadanos, sino millones, que han crecido consumiendo lo que producen las redes como alimento intelectual. Ellos son los que luego como adultos tomarán las decisiones que permitirán que este país siga siendo viable, o no. Es este el momento de sembrar en esas cabezas contenido de valor, vacuna contra la ideología sesgada, el odio y la pereza del pensamiento. Y eso es lo que hace El Dominical hace 70 años.

Si no, tal como nos sucede desde hace décadas, dentro de poco volveremos a decir que ya es demasiado tarde.

Precisamente, al cabo de publicarse durante 8 años, esta columna se despide de El Dominical. Toca agradecer a sus amables lectores, así como a los directores Fernando Berckemeyer, Juan José Garrido Koechlin y Juan Aurelio Arévalo, quienes la honraron no solo con su confianza sino -más importante- su amistad. Esta reencarnará próximamente tras merecido descanso. Salud y libertad, como dicen los gitanos.


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