El taller en el que trabaja uno de los artistas plásticos más importantes del país dista mucho de ser un templo en el que se alojan el silencio y la soledad. Junto a su proyecto actual, una serie de dieciséis pinturas de gran formato llamada “El buen lugar”, en el que viene concentrado hace casi una década, está el Nintendo Switch conectado a la tele. Dispositivo que se prende con frecuencia por las tardes cuando llegan del colegio Ramirito (9) y Sofía (7), los dos hijos más chicos de Ramiro Llona (75). En su espacio cohabitan, además, piezas que seguramente terminarán en casa de algún coleccionista junto a dibujos coloreados con témperas y crayolas salidos directamente de algún salón de la primaria. Pequeñas obras que suelen estar en otro lugar estelar de los hogares: la refrigeradora. Sucede que es el estudio donde vuelca el talento que lo ha llevado a exponer en 60 oportunidades en el Perú y el extranjero, sí, pero también el corazón de la casa. Es, a su vez, la sala. El aparcadero del skate y los patines. De libros y pinceles gordos. El sitio en el que la nena ha ido conquistando territorio para ubicar juguetes rosa, una pelota y su cartuchera de peluche. Esto no fue siempre así, claro. El fluir con la vida cuando uno se estrena o reincide en las lides de la paternidad es un acto de sobrevivencia, pero, por sobre todo, de amor.

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